sábado, julio 30, 2005

Tokio 2: El paraíso de las ganguras

Bufffff. Vaya semanita. Aterrizar en Madrid el lunes a las once de la noche, y ponerte a trabajar a las nueve de la mañana del día siguiente no es humano. Y así hasta ayer, viernes. Y en medio desempaqueta, saca regalos para Madrid, vuelve a empaquetar, mete regalos para Barcelona, y el miércoles noche vuelve a la ciudad condal. Y con un jet lag que no me acabo de sacudir; a las siete de la tarde estoy agotado, a las dos de la mañana como una rosa, a las 6.30 de la madrugada develado. Así no ha habido manera de actualizar, ni de descansar de la semana tan intensa que pasamos.

A la ida apenas noté jet lag, porque dormimos en el avión, y cuando llegamos eran las dos de la tarde, hora nipona. Cuando recogimos las maletas y demás nos metieron en un mini autocar muy mono, japonés por fuera y por dentro decorado como una caravana del oeste, con cortinitas y lamparitas de cristalitos. Al principio estábamos desconcertados, porque esperábamos high tech, y sólo veíamos por la carretera campos de arroz y muchísimo verde. Allí el verde es diferente, porque crece mucho en vertical, y parcelado, como merengues verdes. Y con un toque tropical, que se entiende porque nada más salir del aire acondicionado, aquello era una sauna.
Poco a poco la cosa se fue animando, empezaron los rascacielos, pasamos frente a una noria gigante, dejamos atrás Disneyland Tokio ( qué extraño, ver al lado de la carretera el castillo de la Bella Durmiente, y un volcán falso), y cruzamos el que luego sabríamos que se llama Rainbow Bridge, muy parecido al puente sobre la bahía de San Francisco. Aquí ya empezó el gigantismo. Las cabezas iban locas de lado a lado, señalando rascacielos, islotes entre los brazos de mar llenos de edificios, y llevábamos un rato entrando en la maraña de Tokio cuando nos dimos cuenta de que todavía no habíamos tocado la calle: ¡estábamos circulando por autopistas elevadas entre rascacielos!

Llegamos al hotel, en el legendario barrio de Shibuya, y en el vestíbulo nos encontramos con Nacho, JC, Ricardo y Vilma ( ¡mi profesora de yoga! Qué ganas de volver a Madrid para retomar las clases) Subinos a una ducha rápida, tirar las maletas, y salimos a dar una vuelta por Shibuya, paseando por calles atestadas de gente, y girando la cabeza por todo. Nacho y JC nos contaron que ya habían visto gentes modernísimas paseando, un señor con tacones, y una cabalgata de travestis repartiendo publicidad de una peluquería. Junto al hotel están los megaalmacenes PARCO, bastante pijos, y allí que nos tiramos. Las dependientes eran muy educadas, con una pinta muy delicada. Nada más entrar te decían unas palabras muy raras de las que sólo discernías una e final muuy larga. Y cada diez quince segundos las repetían, y mientras nosotros venga a remover la tienda, y empezando las primeras compras compulsivas. Nacho y yo nos moríamos de risa comentando que nosotros igual nos creíamos que nos decían “gracias”, y en realidad lo que nos estaban diciendo era “anda ya mamarracha, lo que te estás comprando que te queda como el culo”, y venga el ataque de risa. Fue una pena cuando descubrimos que en todas las tiendas lo decían, y era un simple “bienvenidos” que repetían regularmente, siempre que iba entrando gente.

Seguimos bajando, y llegamos a un cruce gigante, entre enormes avenidas. Era el centro de Shibuya. En los rascacielos hay pantallas gigantes. Uno, incluso tiene toda la fachada convertida en una pantalla de plasma. Seguro que recuerdas haber visto caminar a un dinosaurio por ella). Los cruces de calles en Tokio son impresionantes, porque cuando se pone verde para los peatones, paran el tráfico de las cuatro bocacalles que confluyen, y cruza TODO el mundo a la vez. Con eso, ves esas imágenes de MILES de japoneses cruzando.

Por allí la oferta era tan tremenda que nos dispersamos. Edu y yo nos metimos en un rascacielos de tiendas ( allí todo está en pisos, o directamente todo el edificio es una tienda) que se llama 109. Es como un Bershka gigantesco. Todas las plantas tiene tiendecitas para niñas adolescentes, donde venden ropa y accesorios a ritmo de música bakala, cada una superando el ruido que mete la vecina. Apenas hay chicos, y parece que sólo contratan dependientes con cinturas de perímetro menor de 20 cm. Es el reino de las ganguras, una tribu urbana que nos ha fascinado. Son niñatas que se quieren parecer a Naomi Campbell ( aunque ahora parecen más un cruce entre Victoria Beckham y Beyoncé). Se ponen súper morenas de UVAs, se tiñen el pelo de marrón, se lo cardan mogollón, se visten con mini minifaldas, siempre taconazo sobre el que apenas se sostienen (¡a muchas les va grande!) y la cara súper hecha. Hace ya cinco años, John Waters le comentó a Olvido que esas niñas eran lo más, y que era imprescindible visitar el 109, su meca.

Después del paseo quedamos todos a cenar...en un italiano. Esos sí, estaba muy rico, y tampoco era tan caro. En los próximos días descubriríamos que Tokio tampoco es tan caro como dicen, y si te gusta la comida japonesa, alimentarte está realmente tirado.

Acabamos de cenar y Topacio, Edu y yo nos fuimos a tomar una copa a Gaspanic, un garito muy publicitado de Shibuya, donde la clientela era una mezcla de ganguras, hiphoperos de palo, japoneses borrachos vestidos de oficina, y turistas